Rodrigo Vera
Desde un tiempo a esta parte, se ha venido anunciando con bombos y platillos en la prensa chillaneja el surgimiento de una serie de proyectos inmobiliarios que rasgarán el horizonte ñublensino, proponiendo como tema central el haber perdido el miedo a las alturas. Esta inédita valentía no es sino el miedo de una cobardía aún mayor, de una carencia de criterio de las autoridades y de una falta de conciencia de los habitantes.
El habitante, dócil criatura, no ha sido quien motu propriohaya levantado la frente hacia el cielo chillanejo; el café cargado lo están dando los inversionistas, quienes con el orgullo en el pecho y la picota en la mano, anuncian una serie de modificaciones al interior de las cuatro avenidas.
La situación actual parece ya una de vaqueros: ante el miedo de carácter premoderno hacia una catástrofe natural de proporciones, viene la técnica y el capital supuestamente a darnos el valor que se necesita para comenzar a mirar hacia las alturas. Esta modernización avasalladora no podemos confundirla con la reconstrucción de Chillán post terremoto, con aquella noble iniciativa estatal que pretendía asumir el lenguaje de la modernidad desde su arraigo social, proponiendo formas simples, ortogonales, carentes de decoración, en fin, siguiendo los postulados del racionalismo arquitectónico que a partir de adoptar estas premisas, buscaba abaratar los costos de construcción en pos de una fórmula que involucrara a la mayor cantidad de habitantes.
Ahora estamos frente a las especulaciones del mercado inmobiliario, a la deriva de una tendencia que ya en Santiago está teniendo pésimas experiencias, exterminando barrios residenciales como Ñuñoa, cambiando sus casas-barco por verdaderos citès verticales, produciendo la pérdida de calidad de vida de sus habitantes con la consiguiente llegada de estacionamientos y centros comerciales. Lamentablemente, nada se ha aprendido de esta experiencia. Pero quienes debieran tener voz, los habitantes, se ven obnubilados por esta suerte de progreso modernizador que va a venir a cambiar la fisonomía urbana, donde el supuesto valor a comenzar a construir hacia el cielo, no es otra cosa que la expiación de la cobardía de asumir la defensa del patrimonio arquitectónico chillanejo ligado a la modernidad. Podría llegar a decirse que Chillán es una ciudad escenográficamente “coherente”, que muestra una fisonomía ligada al movimiento moderno de manera uniforme, digna, propia de una reconstrucción estatal que debe ser leída por los habitantes y las autoridades como algo más que simples edificios cuadrados (excluyo de esta reflexión a los inversionistas). La reconstrucción pos terremoto no fue un simple capricho de un grupo de personas, fue y sigue siendo UN PROYECTO, la encarnación en una tierra herida de un PROYECTO de modernidad bajo una óptica global, adquiriendo dimensiones urbanísticas, biopolíticas, sociales y estéticas.
Por parte de los habitantes, se puede apelar al desconocimiento, también a la tentación de tener en la ciudad estos símbolos fálicos de un poder económico enajenante, pero quien debería al menos mostrarse un poco más firme en una defensa patrimonial son las autoridades, asumiendo un rol de rescate de un proyecto inacabado que funda sus bases en la búsqueda de un equilibrio social, como bien lo entendió en su momento Pedro Aguirre Cerda, un radical de verdad.
Tampoco se trata de oponerse férreamente al progreso, con el consabido aumento de plazas de empleo que la construcción acarrea consigo, lo que también es un problema macro de la zona, donde se esperan las migajas de los privados mientras las autoridades locales son incapaces de ponerse los pantalones que los mismos inversionistas les bajaron. Se trata entonces de asumir un proyecto que todavía está inconcluso, rescatar una fisonomía que evita que la ciudad se convierta en un pastiche, retomando una identidad propia que tenga que ver con ideales modernos de progreso, bajo una mirada global, política, social y estética.